El viaje a Belén
Veo un camino principal. Viene
por él mucha gente. Borriquillos cargados de utensilios y de personas.
Borriquillos que regresan. La gente los espolea. Quien va a pie, va aprisa porque
hace frío.
El aire es limpio y seco. El
cielo está sereno, pero tiene ese frío cortante de los días invernales. La
campiña sin hojas parece más extensa, y los pastizales apenas si tienen hierba
un poco crecida, quemada con los vientos invernales; en los pastizales las
ovejas buscan algo de comer y buscan el sol que poco a poco se levanta; se
estrechan una a la otra, porque también ellas tienen frío y balan levantando su
trompa hacia el sol como si le dijesen: “ Baja pronto, ¡que hace frío! “. El
terreno tiene ondulaciones que cada vez son más claras. Es en realidad un
terreno de colinas. Hay concavidades con hierba lo mismo que valles pequeños.
El camino pasa por en medio de ellos y se dirige hacia el sureste.
María viene montada en un
borriquillo gris. Envuelta en un manto pesado. Delante de la silla está el
arnés que llevó en el viaje a Hebrón, y sobre el cofre van las cosas
necesarias. José camina a su lado, llevando la rienda. ¿Estás cansada?:
le pregunta de cuando en cuando.
María lo mira. Le sonríe. Le
contesta: « No. » A la tercera vez añade: « Más bien tu debes sentirte cansado
con el camino que hemos hecho. »
« ¡Oh, yo ni por nada! Creo
que si hubiese encontrado otro asno, podrías venir más cómoda y caminaríamos
más pronto. Pero no lo encontré. Todos necesitan en estos días de una
cabalgadura. Lo siento. Pronto llegaremos a Belén. Más allá de aquel monte está
Efrata. »
Ambos guardan silencio. La Virgen, cuando no habla,
parece como si se recogiese en plegaria. Dulcemente se sonríe con un pensamiento
que entreteje en sí misma. Si mira a la gente, parece como si no viera lo que
hay: hombres, mujeres, ancianos, pastores ricos, pobres, sino lo que Ella sola
ve.
« ¿ Tienes frío? » pregunta
José, porque sopla el aire. « No. Gracias. »
Pero José no se fía. Le toca
los pies que cuelgan al lado del borriquillo, calzados con sandalias y que
apenas si se dejan ver a través del largo vestido. Debe haberlos sentido fríos,
porque sacude su cabeza y se quita una especie de capa pequeña, y la pone en
las rodillas de María, la extiende sobre sus muslos, de modo que sus manitas
estén bien calientes bajo ella y bajo el manto.
Encuentran a un pastor que
atraviesa con su ganado de un lado a otro. José se le acerca y le dice algo. El
pastor dice que sí, José toma el borriquillo y lo lleva detrás del ganado que
está paciendo. El pastor toma una rústica taza de su alforja y ordeña una
robusta oveja. Entrega a José la taza que la da a María.
« Dios os bendiga» dice María.
« A ti por tu amor, y a
ti por tu bondad. Rogaré por ti. »
« ¿ Venís de lejos? »
« De Nazaret» responde José.
« ¿Y vais?»
« A Belén. »
El camino es largo para la
mujer en este estado. ¿Es tu mujer? »
« Sí. »
«¿ Tenéis a donde ir? »
« No. »
« ¡Va mal todo! Belén está
llena de gente que ha llegado de todas partes para empadronarse o para ir a
otras partes. No sé si encontréis alojo. ¿Conoces bien el lugar? »
« No muy bien. »
« Bueno.. . te voy a
enseñar... porque se trata de Ella (y señala a María). Buscad el alojo. Estará
lleno. Te lo digo para darte una idea. Está en una plaza. Es la más grande. Se
llega a ella por este camino principal. No podéis equivocaros. Delante de ella
hay una fuente. El albergue es grande y bajo con un gran portal. Estará lleno.
Pero si no podéis alojaros en él o en alguna casa, dad vuelta por detrás del
albergue, como yendo a la campiña. Hay apriscos en el monte. Algunas veces los
mercaderes que van a Jerusalén los emplean como albergue. Hay apriscos en el
monte, no lo olvidéis: húmedos, fríos y sin puerta, pero siempre son un
refugio, porque la mujer... no puede quedarse en la mitad del camino. Tal vez
allí encontréis un lugar... y también heno para dormir y para el asno. Que Dios
os acompañe. »
« Y a ti te dé su alegría»
responde la Virgen. José
por su parte dice: « La paz sea contigo. »
Vuelve a continuar su camino.
Una concavidad más extensa se deja ver desde la cresta a la que han llegado. En
la concavidad, arribo y abajo, a lo largo de las suaves pendientes que la
rodean, se ven casas y casas. Es Belén.
« Hemos llegado a la tierra de
David, María. Ahora vas a descansar. Me parece que estás muy cansada... »
« No. Pensaba yo... estoy
pensando... » María aprieta la mano de José y le dice con una sonrisa de
bienaventurada: « Estoy pensando que el momento ha llegado. »
« ¡ Que Dios nos socorra! ¿
Qué vamos a hacer? »
« No temas, José. Ten
constancia. ¿ Ves qué tranquila estoy yo? »
« Pero sufres mucho. »
« ¡ Oh no! ». Me encuentro
llena de alegría. Una alegría tal, tan fuerte, tan grande, incontenible, que mi
corazón palpita muy fuerte y me dice: " i Va a nacer! ¡ Va a nacer! "
Lo dice a cada palpitar. Es mi Hijo que toca a mi corazón y que dice:
"Mamá: ya vine. Vengo a darte un beso de parte de Dios. ¡Oh, qué alegría,
José mío! »
Pero José no participa de la
misma alegría. Piensa en lo urgente que es encontrar un refugio, y apresura el
paso. Puerta tras puerta pide alojo. Nada. Todo está ocupado. Llegan al
albergue. Está lleno hasta en los portales, que rodean el patio interior.
José deja a María que sigue
sentada sobre el borriquillo en el patio y sale en busca de algunas otras
casas. Regresa desconsolado. No hay ningún alojo. El crepúsculo invernal
pronto se echa encima y empieza a extender sus velos. José suplica al dueño del
albergue. Suplica a viajeros. Ellos son varones y están sanos. Se trata ahora
de una mujer próxima a dar a luz. Que tengan piedad. Nada. Hay un rico fariseo
que los mira con manifiesto desprecio, y cuando María se acerca, se separa de
ella como si se hubiera acercado una leprosa. José lo mira y la indignación le
cruza por la cara. María pone su mano sobre la muñeca de José para calmarlo.
Le dice: « No insistas. Vámonos. Dios proveerá. »
Salen. Siguen por los muros
del albergue. Dan vuelta por una callejuela metida entre ellos y casuchas. Le
dan vuelta. Buscan. Allí hay algo como cuevas, bodegas, más bien que apriscos,
porque son bajas y húmedas. Las mejores están ya ocupadas. José se siente
descorazonado.
« Oye, galileo » le grita por
detrás un viejo. « Allá en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una cueva. Tal
vez no haya nadie. »
Se apresuran a ir a esa cueva.
Y que si es una madriguera. Entre los escombros que se ven hay un agujero, más
allá del cual se ve una cueva, una madriguera excavada en el monte, más bien
que gruta. Parece que sean los antiguos fundamentos de una vieja construcción,
a la que sirven de techo los escombros caídos sobre troncos de árboles.
Como hay muy poca luz y para
ver mejor, José saca la yesca y prende una candileja que toma de la alforja que
trae sobre la espalda. Entra y un mugido lo saluda. « Ven, María. Está vacía.
No hay sino un buey. » José sonríe. « Mejor que nada ... »
María baja del borriquillo y
entra.
José puso ya la candileja en
un clavo que hay sobre un tronco que hace de pilar. Se ve que todo está lleno
de telarañas. El suelo, que está batido, revuelto, con hoyos, guijarros,
desperdicios, excrementos, tiene paja. En el fondo, un buey se vuelve y mira
con sus quietos ojos. Le cuelga hierba del hocico. Hay un rústico asiento y dos
piedras en un rincón cerca de una hendidura. Lo negro del rincón dice que allí
suele hacerse fuego.
María se acerca al buey. Tiene
frío. Le pone las manos sobre su pescuezo para sentir lo tibio de él. El buey
muge, pero no hace más, parece como si comprendiera. Lo mismo cuando José lo empuja
para tomar mucho heno del pesebre y hacer un lecho para María - el pesebre es
doble, esto es, donde come el buey, y arriba una especie de estante con heno
de repuesto, y de este toma José - no se opone. Hace lugar aun al borriquillo
que cansado y hambriento, se pone al punto a comer. José voltea también un cubo
con abolladuras. Sale, porque afuera vio un riachuelo, y vuelve con agua para
el borriquillo. Toma un manojo de varas secas que hay en un rincón y se pone a
limpiar un poco el suelo. Luego desparrama el heno. Hace una especie de lecho,
cerca del buey, en el rincón más seco y más defendido del viento. Pero siente
que está húmedo el heno y suspira. Prende fuego, y con una paciencia de
trapista, seca poco a poco el heno junto al fuego.
María sentada en el banco,
cansada, mira y sonríe. Todo está ya pronto. María se acomoda lo mejor que
puede sobre el muelle de heno, con las espaldas apoyadas contra un tronco. José
adorna todo aquel... ajuar, pone su manto como una cortina en la entrada que
hace de puerta, Una defensa muy pobre. Luego da a la Virgen pan y queso, y le da
a beber agua de una cantimplora. « Duerme ahora» le dice. « Yo velaré para que
el fuego no se apague. Afortunadamente hay leña. Esperamos que dure y que
arda. Así podemos ahorrar el aceite de la lámpara. »
María obediente se acuesta.
José la cubre con el manto de ella, y con la capa que tenía antes en los pies.
« Pero tu vas a tener frío...
»
« No, María. Estoy cerca del
fuego. Trata de descansar. Mañana será mejor. »
María cierra los ojos. No
insiste. José se va a su rincón. Se sienta sobre una piedra, con pedazos de
leña cerca. Pocos, que no durarán mucho por lo que veo.
Están del siguiente modo:
María a la derecha con las espaldas a la... puerta, semi-escondida por el
tronco y por el cuerpo del buey que se ha echado en tierra. José a la izquierda
y hacia la puerta, por lo tanto, diagonalmente, y así su cara da al fuego, con
las espaldas a María. Pero de vez en vez se voltea a mirarla y la ve tranquila,
como si durmiese. Despacio rompe las varas y las echa una por una en la hoguera
pequeña para que no se apague, para que dé luz, y para que la leña dure. No hay
más que el brillo del luego que ahora se reaviva, ahora casi está por apagarse.
Como está apagada la lámpara de aceite, en la penumbra resaltan sólo la figura
del buey, la cara y manos de José. Todo lo demás es un montón que se confunde
en la gruesa penumbra.
Nacimiento de
Nuestro Señor Jesucristo (Escrito
el 6 de junio de 1944)
Veo el interior de este pobre
albergue rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera
está a punto de apagarse, como quien la vigila a punto de quedarse dormido.
María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza
inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el
cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le
aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse
sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de
bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma
de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no
se cansase con esta posición. Luego se postra contra el heno orando más
intensamente. Una larga plegaria.
José se despierta. Ve que el
fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas
varas. La llama prende. Le echa unas cuantas ramas gruesas, y luego otras más,
porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas
las partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta -
llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta - debe
estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las sandalias y acerca
los pies al fuego. Cuando ve que este va bien y que alumbra lo suficiente, se
da media vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que
formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se pone de pie y despacio se
acerca a donde está María.
« ¿ No te has dormido? » le
pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: «
Estoy orando. »
« ¿ Te hace falta algo? »
« Nada, José. »
« Trata de dormir un poco. Al
menos de descansar. »
« Lo haré. Pero el orar no me
cansa. »
« Buenas noches, María. »
« Buenas noches, José».
María vuelve a su antigua
posición. José, para no dejarse vencer otra vez del sueño, se pone de rodillas
cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve
algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria.
Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo
que algunas veces golpea su pesuña contra el suelo, otra cosa no se oye.
Un rayo de luna se cuela por
entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a María. Se
alarga, conforme la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la
alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.
María levanta su cabeza como
si de lo alto alguien la llamase, nuevamente se pone de rodillas. ¡Oh, qué
bello es aquí! Levanta su cabeza que parece brillar con la luz blanca de la
luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué
oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Solo Ella puede decir lo que vio, sintió y
experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo solo veo que a su alrededor
la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del cielo, parece como
si manara de las pobres cosas que están a su alrededor, sobre todo parece como
si de Ella procediese.
Su vestido azul oscuro, ahora
parece estar teñido de un suave color de miosotis, sus manos y su rostro
parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego.
Este color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en las visiones del
santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los Magos, se
difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste, purifica, las hace
brillantes.
La luz emana cada vez con más
fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna, parece como que Ella
atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta
beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que está para
darse, se anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que aumentan,
aumentan cual marea, que suben, que suben cual incienso, que bajan como una
avenida, que se esparcen cual un velo...
La bóveda, llena de agujeros,
telarañas, escombros que por milagro se balancean en el aire y no se caen; la
bóveda negra, llena de humo, apestosa, parece la bóveda de una sala real.
Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos,
cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una
lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas que
alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan parecen una hoguera
preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, no es más
hierba, es hilo de plata y plata pura que se balancea en el aire cual se mece
una cabellera suelta.
El pesebre es, en su madera
negra, un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado
en que el candor de la seda desaparece ante el recamo de perlas en relieve; y
el suelo... ¿qué es ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes
parecen rosas de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas
de las que broten aromas y perfumes.
La luz crece cada vez más. Es
irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un
velo de incandescencia, la
Virgen... y de ella emerge la Madre.
Sí. Cuando soy capaz de ver
nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un
Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve sus manitas gorditas
como capullo de rosa, y sus piecitos que podrían estar en la corola de una
rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de
nacer, abriendo su boquita que parece una fresa selvática y que enseña una
lengûita que se mueve contra el paladar rosado; que mueve su cabecita tan
rubia que parece como si no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la Mamá sostiene en la palma de
su mano, mientras mira a su Hijito, y lo adora ya sonriendo, ya llorando; se
inclina a besarlo no sobre su cabecita, sino sobre su pecho, donde palpita su
corazoncito, que palpita por nosotros... allí donde un día recibirá la
lanzada. Se la cura de antemano su Mamita con un beso inmaculado.
El buey, que se ha despertado
al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El
borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que lo despierta, pero yo me imagino
que quisieron saludar a su Creador, creador de ellos, creador de todos los
animales.
José que oraba tan
profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se
estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra una
luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se voltea. El buey que
está parado no deja ver a María. Ella grita: « José, ven. »
José corre. Y cuando ve, se
detiene, presa de reverencia, y está para caer de rodillas donde se encuentra,
si no es que María insiste: « Ven, José», se sostiene con la mano izquierda
sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Pequeñín.
Se levanta y va a José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de
ser irreverente.
A los pies de la cama de paja
ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.
« Ven, ofrezcamos a Jesús al
Padre» dice María.
Y mientras José se arrodilla,
Ella de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre
los brazos y dice: « Heme aquí. En su Nombre, ¡oh Dios! te digo esto. Heme aquí
para hacer tu voluntad. Y con El, yo, María y José, mi esposo. Aquí están tus
siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier cosa, tu
voluntad, para gloria tuya y por amor tuyo. » Luego María se inclina y dice: «
Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.
« ¿ Yo? ¿ Me toca a mí? ¡Oh,
no! ¡No soy digno! » José está terriblemente despavorido, aniquilado ante la
idea de tocar a Dios.
Pero María sonriente insiste:
« Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió.
Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales. »
José, rojo como la púrpura,
extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que chilla de frío y cuando
lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por
respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de
lágrimas: « ¡Oh, Señor, Dios mío! » y se inclina a besar los piececitos y los
siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, con
sus manos procura cubrirlo, calentarlo, defenderlo del viento helado de la
noche. Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor.
Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos animales que defienden del aire
y que despiden calor. Y se va entre el buey y el asno y se está con las
espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su
pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una cabeza gris de largas
orejas, un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran
bonachonamente.
María abrió ya el cofre, y
sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la hoguera a calentarlos. Viene a donde está
José, envuelve al Niño en lienzos tibios y luego en su velo para proteger su
cabecita. «¿ Dónde lo pondremos ahora?» pregunta.
José mira a su alrededor.
Piensa... « Espera » dice. « Vamos a echar más acá a los dos animales y su
paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos aquí dentro.
Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y
el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y
quieto. » Y se pone hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín
apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la cabecita para
darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso, para que se
levante una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo un poco caliente
lo mete dentro para que no se enfríe. Cuando tiene suficiente, va al pesebre y
lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. « Ya está » dice. « Ahora se
necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente ... »
« Toma mi manto » dice María.
« Tendrás frío. »
« ¡Oh, no importa! La capa es
muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de
que no sufra Él. »
José toma el ancho manto de
delicada lana de color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, con una
punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya
preparado.
María, con su dulce caminar,
lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto; le envuelve la
cabecita desnuda que sobresale del heno y la que protege muy flojamente su
velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito como el
puño de un hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, bienaventurados, lo
ven dormir su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han
calmado su llanto y han hecho dormir al dulce Jesús.
Adoración de los
tres Reyes
(Escrito el 28 de febrero de 1944)
Veo a Belén, ciudad pequeña,
ciudad blanca, recogida como una pollada bajo la luz de las estrellas. Dos
caminos principales la cruzan en forma de cruz. La una viene del otro poblado y
es el camino principal que continúa, la otra que viene de otro poblado, ahí se
detiene. Varias callejuelas dividen este poblado, en que no se puede ver ningún
plano con que se haya edificado, como nosotros pensamos, sino que ha seguido
las conformaciones del terreno, lo mismo que las casas han seguido los
caprichos del suelo y de su constructor. Volteadas unas a la derecha, otras a
la izquierda, otras fabricadas en el ángulo respecto del camino que pasa cerca
de ellas, hacen que él tome la forma de una cinta que se tuerce, y no la de
línea recta. Acá y allá se ve alguna plazoleta, que bien puede servir para
mercado, bien para dar cabida a una fuente, o también porque se le construyó
sin ningún plan, y se ha quedado allí como un trozo de tierra oblicuo, sobre el
que no es posible construir algo.
Me parece que en el punto
donde estoy es una de esas plazoletas irregulares. Debió haber sido cuadrada o
al menos rectangular, pero se ha convertido en un trapecio, tan raro, que
parece un triangulo agudo, achatado en el vértice. En el lado mas largo, la
base del triángulo, hay una construcción larga y baja. La más grande del
poblado. Por fuera hay una valla lisa por la que se ven dos portones, que están
ahora cerrados. Por dentro, en el cuadro, hay muchas ventanas que dan al primer
piso, mientras abajo hay pórticos que rodean el patio en que hay paja y
excrementos esparcidos; también hay estanques donde beben agua los caballos y
otros animales. Sobre las rústicas columnas hay argollas donde se atan los
animales, y a un lado hay un largo tinglado para meter rebaños o cabalgaduras.
Caigo en la cuenta de que es el albergue de Belén.
En los otros dos lados iguales
hay casas y casuchas, algunas que tienen enfrente algún huerto, otras que no lo
tienen. Entre ellas hay unas que con su fachada dan a la plaza y otras con su
parte posterior. En la otra parte más estrecha, dando de frente al lugar de las
caravanas, hay una sola casita, con una escalera externa que llega hasta la
mitad de la fachada de las habitaciones. Todas las casas están cerradas, porque
es de noche. No se ve a nadie por la calle.
Veo que en el cielo aumenta
las luces de las estrellas, tan hermosas en el suelo oriental, tan
resplandecientes y grandes que parecen estar muy cerca, y que sea fácil llegar
a ellas, tocarlas. Levanto la mirada para saber cuál es la razón de que aumente
la luz. Una estrella, de insólito tamaño que parece ser una pequeña luna,
avanza en el cielo de Belén. Las otras parecen eclipsarse y hacerse a un lado,
como las damas cuando pasa la reina, pues su esplendor las domina, las anula.
De la esfera, que parece un enorme zafiro pálido, al que por dentro encendiera
un sol, sale un rayo al que además de su color netamente zafiro, se unen otros,
cual el rubio de los topacios, el verde de las esmeraldas, el de ópalos, el
rojizo de los rubíes, y los dulces centelleos de las amatistas. Todas las
piedras preciosas de la tierra están en ese rayo que rasga el cielo con una
velocidad y movimiento ondulante como si fuese algo vivo. El color que
predomina es el que mana del centro de la estrella: el hermosísimo color de
pálido zafiro, que pinta de azul plateado las casas, los caminos, el suelo de
Belén, cuna del Salvador.
No es ya la pobre ciudad, que
por lo menos para nosotros no pasa de ser un rancho. Es una ciudad fantástica
de hadas en que todo es plata. Y el agua de las fuentes, de los estanques es un
líquido diamantino.
La estrella con un resplandor
mucho más intenso se detiene sobre la pequeña casa que está en el lado más
estrecho de la plazuela. Nadie la ve porque todos duermen, pero la estrella
hace vibrar más sus rayos y su cola vibra, ondea más fuerte trazando como
semicírculos en el cielo, que se enciende todo con esta red de astros que
arrastra consigo, con esta red llena de piedras preciosas que brillan tiñendo
con los más vagos colores las otras estrellas, como para decirles una palabra
de alegría.
La casucha está sumergida en
este fuego líquido de joyas. El techo de la pequeña terraza, la escalerilla de
piedra oscura, la puertecilla, todo es como si fuese un bloque de plata pura,
espolvoreado con diamantes y perlas. Ningún palacio real de la tierra jamás ha
tenido ni tendrá una escalera semejante a esta, por donde pasan los Ángeles,
por donde pasa la Madre
de Dios. Sus piececitos de Virgen Inmaculada pueden posarse sobre ese cándido
resplandor, sus piececitos destinados a posarse sobre las gradas del trono de
Dios.
Pero la Virgen no sabe lo que pasa.
Vela junto a la cuna de su Hijo y ora. En su alma tiene resplandores que
superan en mucho los resplandores de la estrella que adorna las cosas.
Por el camino principal avanza
una caravana. Caballos enjaezados y otros a quienes se les trae de la rienda,
dromedarios y camellos sobre los que alguien viene cabalgando, o bien tirados
de las riendas. El sonido de las pezuñas es como un rumor de aguas que se mete
y restriega las piedras del arroyo. Llegados a la plaza, se detienen. La
caravana, bajo los rayos de la estrella, es algo fantástico. Los arreos, los
vestidos de los jinetes, sus rostros, el equipaje, todo resplandece al brillo
de la estrella, metales, cuero, seda, joyas, pelambre. Los ojos brillan, de
las bocas la sonrisa brota porque hay otro resplandor que ha prendido en sus
corazones: el de una alegría sobrenatural.
Mientras los siervos se
dirigen al lugar donde se hospedan las caravanas, tres bajan de sus respectivos
animales, que un siervo lleva a otra parte, y van a la casa a pie. Se postran,
con la cara en el suelo. Besan el polvo. Son tres hombres poderosos. Lo indican
sus riquísimos vestidos. Uno de piel muy oscura que bajó de un camello, se
envuelve en una capa de blanca seda, que se sostiene en la frente y en la
cintura con un cinturón precioso, y de este pende un puñal o espada que en su
empuñadura tiene piedras preciosas. Los otros dos han bajado de soberbios
caballos. El uno está vestido con una tela de rayas blanquísimas en que predomina
el color amarillo. El capucho y el cordón parecen una sola pieza de filigrana
de oro. El otro trae una camisola de seda de largas y anchas mangas unida al
calzón, cuyas extremidades están ligadas en los pies. Está envuelto en finísimo
manto, que parece un jardín por lo vivo de los colores de las flores que lo
adornan. En la cabeza trae un turbante que sostiene una cadenilla engastada en
diamantes.
Después de haber venerado la
casa donde está el Salvador, se levantan y se van al lugar de las caravanas,
donde están los siervos que pidieron albergue.
* * *
Es después del mediodía. El
sol brilla en el cielo. Un siervo de los tres atraviesa la plaza, por la
escalerilla de la pequeña casa entra, sale, regresa al albergue.
Salen los tres personajes
seguidos cada uno de su propio siervo. Atraviesan la plaza. Los pocos peatones
se voltean a mirar a esos pomposos hombres que lenta y solemnemente caminan.
Desde que salió el siervo y vienen los tres personajes ha pasado ya un buen
cuarto de hora, tiempo suficiente para que los que viven en la casita se hayan
preparado a recibir a los huéspedes.
Vienen ahora más ricamente
vestidos que en la noche. La seda resplandece, las piedras preciosas brillan,
un gran penacho de joyas, esparcidas sobre el turbante del que lo trae,
centellea.
Un siervo trae un cofre todo
embutido con sus remaches en oro bruñido. Otro una copa que es una preciosidad.
Su cubierta es mucho mejor, labrada toda en oro. El tercero una especie de
ánfora larga, también de oro, con una especie de tapa en forma de pirámide, y
sobre su punta hay un brillante. Deben pesar, porque los siervos los traen
fatigosamente, sobre todo el que trae el cofre.
Suben por la escalera. Entran.
Entran en una habitación que va de la calle hasta la parte posterior de la
casa. Se va al huertecillo por una ventana abierta al sol. Hay puertas en las
paredes, y por ellas se asoman los propietarios: un hombre, una mujer, y tres o
cuatro niños.
Sentada con el Niño en sus
rodillas. José a su lado, de pie. Se levanta, se inclina cuando ve que entran
los tres Magos. Ella trae un vestido blanco que la cubre desde el cuello hasta
los pies. Trenzas rubias adornan su cabecita. Su rostro está intensamente rojo
debido a la emoción. En sus ojos hay una dulzura inmensa. De su boca sale el
saludo: "Dios sea con vosotros". Los tres se detienen por un instante
como sorprendidos, luego se adelantan, y se postran a sus pies. Le dicen que se
siente.
Aunque Ella les invita a que
se sienten, no aceptan. Permanecen de rodillas, apoyados sobre sus calcañales.
Detrás, a la entrada, están arrodillados los siervos. Delante de si han
colocado los regalos y se quedan en espera.
Los tres Sabios contemplan al
Niño, que creo que tiene ahora unos nueve meses o un año. Está muy despabilado.
Es robusto. Está sentado sobre las rodillas de su Madre y sonríe y trata de
decir algo con su vocecita. Al igual que la mamá, está vestido completamente de
blanco. En sus piececitos trae sandalias. Su vestido es muy sencillo: una
tuniquita de la que salen los piececitos intranquilos, unas manitas gorditas
que quisieran tocar todo; sobre todo su rostro en que resplandecen dos ojos de
color azul oscuro. Su boquita se abre y deja ver sus primeros dientecitos. Los
risos parecen rociados con polvo de oro por lo brillantes y húmedos que se ven.
El más viejo de los tres habla
en nombre de todos. Dice a María que vieron en una noche del pasado diciembre,
que se prendía una nueva estrella en el cielo, de un resplandor inusitado. Los
mapas del firmamento que tenían, no registraban esa estrella, ni de ella
hablaban. Su nombre era desconocido. Nacida por voluntad de Dios, había
crecido para anunciar a los hombres una verdad fausta, un secreto de Dios. Pero
los hombres no le habían hecho caso, porque tenían el alma sumida en el fango.
No habían levantado su mirada a Dios, y no supieron leer las palabras que El
trazó, siempre sea alabado con astros de fuego en la bóveda de los cielos.
Ellos la vieron y pusieron
empeño en comprender su voz. Quitándose el poco sueño que concedían a sus
cansados cuerpos, olvidando la comida, se habían sumergido en el estudio del
zodíaco. Las conjunciones de los astros, el tiempo, la estación, el cálculo de
las horas pasadas y de las combinaciones astronómicas les habían revelado el
nombre y secreto de la estrella. Su Nombre: « Mesías ». Su secreto: « Es
el Mesías venido al mundo ». Y vinieron a adorarlo. Ninguno de los tres
se conocía. Caminaron por montes y desiertos, atravesaron valles y ríos; hasta
que llegaron a Palestina porque la estrella se movía en esta dirección. Cada
uno, de puntos diversos de la tierra, se había dirigido a igual lugar. Se
habían encontrado de la parte del Mar Muerto. La voluntad de Dios los había
reunido allí, y juntos habían continuado el camino, entendiéndose, pese a que
cada uno hablaba su lengua, y comprendiendo y pudiendo hablar la lengua del
país, por un milagro del Eterno.
Juntos fueron a Jerusalén,
porque el Mesías debe ser el Rey de Jerusalén, el Rey de los judíos. Pero la
estrella se había ocultado en el cielo de dicha ciudad, y ellos habían
experimentado que su corazón se despedazaba de dolor y se habían examinado para
saber si habían en algo ofendido a Dios. Pero su conciencia no les reprochó
nada. Se dirigieron a Herodes para preguntarle en qué palacio había nacido el
Rey de los judíos al cual habían venido a adorar. El rey, convocados los
príncipes de los sacerdotes y los escribas, les preguntó que dónde nacería el
Mesías y que ellos respondieron: «En Belén de Judá. »
Ellos vinieron hacia Belén. La
estrella volvió a aparecerse a sus ojos, al salir de la Ciudad santa, y la noche
anterior había aumentado su resplandor. El cielo era todo un incendio. Luego se
detuvo la estrella, y juntando las luces de todas las demás estrellas en sus
rayos, se detuvo sobre esta casa. Ellos comprendieron que estaba allí el Recién
nacido. Y ahora lo adoraban, ofreciéndole sus pobres dones y más que otra cosa
su corazón, que jamás dejará de seguir bendiciendo a Dios por la gracia que les
concedió y por amar a su Hijo, cuya Humanidad veían. Después regresarían a
decírselo a Herodes porque él también deseaba venir a adorarlo.
« Aquí tienes el oro, como
conviene a un rey; el incienso como es propio de Dios, y para ti, Madre, la
mirra, porque tu Hijo es Hombre además de Dios, y beberá de la vida humana su
amargura, y la ley inevitable de la muerte. Nuestro amor no quisiera decir
estas palabras, sino pensar que fuese eterno en su carne, como eterno es su
Espíritu, pero, ¡Oh mujer!, si nuestras cartas, o mejor dicho, nuestras almas,
no se equivocan, El, tu Hijo, es; el Salvador, el Mesías de Dios, y por esto
deberá salvar la tierra, tomar en Sí sus males, uno de los cuales es el castigo
de la muerte. Esta mirra es para esa hora, para que los cuerpos que son santos
no conozcan la putrefacción y conserven su integridad hasta que resuciten. Que
El se acuerde de estos dones nuestros, y salve a sus siervos dándoles Su Reino.
Por tanto, para ser nosotros santificados, Vos, la Madre de este Pequeñuelo nos
lo conceda a nuestro amor, para que besemos sus pies y con ellos descienda
sobre nosotros la bendición celestial. »
María, que no siente ya temor
ante las palabras del Sabio que ha hablado, y que oculta la tristeza de las
fúnebres invocaciones bajo una sonrisa, les presenta a su Niño. Lo pone en los
brazos del más viejo, que lo besa y lo acaricia, y luego lo pasa a los otros
dos.
Jesús sonríe y juguetea con
las cadenillas y las cintas. Con curiosidad mira, mira el cofre abierto que
resplandece con color amarillento, sonríe al ver que el sol forma una especie
de arco iris, al dar sobre la tapa donde está la mirra.
Después los tres entregan a
María el Niño y se levantan. También María se pone de píe. Se hacen mutua
inclinación. Después que el más joven dio órdenes a su siervo y salió. Los tres
hablan todavía un poco. No se deciden a separarse de aquella casa. Lágrimas de
emoción hay en sus ojos. Se dirigen en fin a la salida. Los acompañan María y
José.
El Niño quiso bajar y dar su
manita al más anciano de los tres, y camina así, asido de la mano de María y
del Sabio, que se inclinan para llevarlo de la mano. Jesús todavía tiene ese
paso bamboleante de los pequeñuelos, y va golpeando sus piececitos sobre las
líneas que el sol forma sobre el piso.
Llegados al dintel - no debe
olvidarse que la habitación es muy larga - los tres arrodillándose nuevamente,
besan los píes de Jesús. María se inclina al Pequeñuelo, lo toma de la manita y
lo guía, haciéndole que haga un gesto de bendición sobre la cabeza de cada
Mago. Es una señal algo así como de cruz, que los deditos de Jesús, guiados
por la mano de María, trazan en el aire.
Luego los tres bajan la
escalera. La caravana está esperándolos. Los enjaezados caballos resplandecen
con los rayos del atardecer. La gente está apiñada en la plazoleta. Se acercó
a ver este insólito espectáculo.
Jesús ríe, batiendo sus
manecitas. Su Madre lo ha levantado en alto y apoyado sobre el pretil que sirve
de límite al suelo, y lo ase con un brazo contra su pecho para que no se caiga.
José ha bajado con los tres Magos, y les detiene las cabalgaduras, mientras
sobre ellas suben.
Los siervos y señores están
sobre sus animales. Se da la orden de partir. Los tres se inclinan profundamente
sobre su cabalgadura en señal de postrer saludo. José se inclina. También
María, y vuelve a guiar la manita de Jesús en un gesto de adiós y bendición.